Los solitarios

He terminado de leer un libro que me ha dejado bastante pensativo: Solitude: A Return To The Self  («Soledad, retorno al yo») de Anthony Storr, un psiquiatra norteamericano. Storr defiende algo que no está muy en boga hoy en día: que es posible vivir vidas plenas sin establecer vínculos íntimos (en especial, sexuales) con otras personas. Según afirma, la idea de que un ser humano necesita para su completitud una relación afectiva de carácter íntimo nos viene de Freud, y como muchas de las cosas que Freud dijo, hay que poner esto también en entredicho.

La palabra soledad tiene una connotación tremendamente negativa, aunque es un hecho que ciertos momentos de soledad pueden servir para relajarse, para el conocimiento de uno mismo, para la inspiración o para las actividades más creativas. Según Storr, la absorción en determinadas actividades puede bien dar un sentimiento de la completitud que antes comentaba, de lo que Romain Rolland llamó la sensación oceánica, definida más precisamente como la unión de algo con el todo (el universo). El libro da ejemplos de algunos de los más ilustres personajes históricos que nunca contrajeron matrimonio ni tuvieron una familia: Descartes, Pascal, Locke, Hume, Kant, Beethoven, Newton, Gibbon, Brahms, Leibniz… por citar solo unos pocos de una lista bastante larga.

Reconozco que en este momento andaba yo un poco escamado: por supuesto que los grandes genios son capaces de hacer que sus vidas sean plenas a través de aquellas actividades que los hacen tan especiales, pero poca fuerza tendría el libro si esta clase de personas fuesen las únicas a las que se les puede aplicar la idea principal del autor. Resulta que no es exactamente así: ni todos los genios fueron felices estando solos (aunque muchos sí) ni la tesis de Storr se aplica solo a ellos.

Storr reconoce que el deseo de una conexión íntima y profunda con otro ser humano es una fuerza extraordinariamente fuerte. Cita para ilustrar esto uno de los mitos del Simposio de Platón: originariamente los seres humanos tenían cuatro piernas y cuatro manos y había tres sexos: hombres, mujeres y hermafroditas. Zeus, irritado por lo atrevidos y osados que eran aquellos humanos, los dividió por la mitad, haciendo que cada uno buscase a su mitad perdida (origen cultural del concepto media naranja), sintiéndose incompleto hasta que la encontrase. Cada hombre buscaría a otro hombre, cada mujer a otra mujer y cada hermafrodita a otro hermafrodita (el amor homosexual era el ideal perfecto de amor para los griegos de clase alta como Platón).

En definitiva, ya los antiguos se dieron cuenta de la fuerza del sentimiento amoroso, y ciertamente Storr dice que para la mayor parte de la gente es la forma más adecuada de enfocar la vida, pero también hace hincapié en la amplia diversidad que hay entre las personas, en la necesidad de tener intereses y aficiones como parte esencial de la felicidad y en que para algunas personas la absorción en aficiones e intereses puede llegar a sobrepasar o compensar la unión íntima con otro ser humano. Eso sí, teniendo en cuenta que somos animales sociales (Aristóteles), y que el contacto con amigos, compañeros y familiares tiene que estar presente junto a la absorción en los intereses de uno.

Que las aficiones y/o el trabajo pueden proporcionar una gran fuente de plenitud lo sabemos por innumerables ejemplos de pintores, escritores o músicos. Pero también los filósofos o científicos sienten algo parecido. Un ejemplo que cita Storr es el de Bertrand Russell, quien escribió esto recordando el increíble impacto estético que le supuso encontrarse con el mundo ordenado de la geometría de EuclidesA los 11 años comencé a leer a Euclides con mi hermano como tutor. Fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida, como el primer amor. No había podido imaginar que hubiera nada tan delicioso en el mundo. Storr afirma que el placer de encontrar patrones, de descubrir el mundo y ordenarlo, es una fuerza también considerable y, como Russell decía, una fuente del más alto placer estético.

Podríamos decir que Storr diferencia tres casos: personas que eligieron la soledad (en los términos antes comentados), como por ejemplo Newton; personas solitarias por problemas en la infancia y personas que no supieron, por timidez, pusilanimidad u otros motivos, establecer relaciones afectivas aunque lo querían. En este último caso tenemos al novelista norteamericano Henry James, quien lamentó en sus años de vejez no haber disfrutado de la vida amorosa. Un caso similar es del Johannes Brahms, tímido y apocado hasta el extremo, que dejó pasar una a una todas las oportunidades que tuvo hasta acabar definitivamente solo. Existe también el caso contrario: Jorge Luis Borges estuvo toda su vida obsesionado con las mujeres, llegando a escribir: Con toda tristeza descubro que me he pasado la vida entera pensando en una u otra mujer. Creí ver países, ciudades, pero siempre hubo una mujer para hacer de pantalla entre los objetos y yo. Es posible que hubiera preferido que no fuera así, hubiera preferido consagrarme por entero al goce de la metafísica, de la lingüística o de otras disciplinas. 

Esta confesión borgiana sintetiza mucho lo que comento aquí. Borges, que fue poco afortunado en el amor (aunque acabó encontrando una relación satisfactoria en su ancianidad) se pregunta si debió haber sido un miembro del primer grupo del párrafo anterior, los que renunciaron a relaciones íntimas por su absorción en su mundo personal (ejemplo: Newton).

El segundo grupo lo forman aquellos que bien por fallecimiento o por desinterés, nunca tuvieron afecto materno. Según Storr, estas personas pueden formar vínculos íntimos, pero es posible que sean poco profundos. En ocasiones, forman relaciones especiales con objetos o animales. Un ejemplo sería el escritor británico Rudyard Kipling, alejado de su madre en su infancia (es el autor de El libro de la selva).

Storr considera que un estado de felicidad total y absoluta es transitorio (esto está claro), que siempre habrá sinsabores y golpes en la vida. Afirma que las relaciones íntimas y los intereses personales son necesarios para la satisfacción, pero que muchas personas pueden reducir el nivel de intimidad y  aumentar el grado de absorción en sus intereses y llevar vidas felices y plenas. ¿Puede todo el mundo hacer esto último? Storr no ofrece una respuesta clara, probablemente porque no la haya y él pretende ser muy riguroso en todo momento. Aunque, si tengo que apostar, diría basándome en la inacabable capacidad de adaptación del ser humano que la respuesta es un probable sí.

En definitiva, Solitude: A Return To The Self, es un libro muy interesante. Me ha dado bastante que pensar y he tomado numerosas notas.

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